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2013/04/21

El súmmum de los carteros - Migel Strogoff

Existen cientos de miles de millones de cosas en este universo. Cosas, así en general. Sin concretar, ni clasificar, ni puntualizar de ninguna manera. Simplemente, cosas. Al azar y a lo loco; todas ellas metidas en un gran, enorme saco de esparto con la palabra “COSAS” bordada. Cosas, vaya; y valga la redundancia. No, hombre de Dios, no intentes levantar el dichoso saco ahora, que te vas a herniar —y si vas a empezar con lo de “yo soy de Bilbao y por mi santa sangre que lo levanto”, por lo menos flexiona las rodillas, mozo—.

Párate un minuto y échale un ojo al interior. Automáticamente, al mirarlas a la vez, todas las cosas del mundo se han dividido en tres grupos: las cosas que conoces, las cosas que no conoces y las cosas que “ves”. Te darás cuenta de que conoces a tu familia, a tus amigos de verdad, tus posesiones, ideas y, como es obvio, tus conocimientos. Comprobarás, también, que el grupo de cosas que no conoces es infinitas veces más grande que el de cosas que conoces; no te apures por eso, que es normal. Ahí encontrarás, no sé… ¿La masa de un planeta nano medida en hectogramos? Suena medianamente rimbombante, así que supongo que es algo que no todo el mundo conoce. Yo, desde luego, no.


A pesar de lo que pudiera parecer, y hablando siempre en términos generales, el grupo del que tenemos menos consciencia es el de las cosas que “vemos”. Son cosas que, como su propio nombre indica, hemos “visto” en algún lugar, pero en ningún momento hemos profundizado en ellas en lo más mínimo: sabemos de su existencia y tenemos un conocimiento, digamos, “remoto” de lo que es o podría ser, pero nunca vamos más allá; nunca tratamos de averiguar nada al respecto. Un grupo curioso, éste: todo lo que entra en él parece quedar ensombrecido y apartado, como si lo barriésemos bajo la alfombra para olvidarnos de ello para siempre. Pero, a veces, por caprichos del destino, una moneda de cinco céntimos se cuela debajo de esta alfombra y, cuando la levantamos para hacernos con nuestro tesoro extraviado, descubrimos, quizás, algo más que un simple trozo de cobre que acabaríamos intercambiando por un chicle de eucalipto.

Hace unos meses, cuando ya había acabado el bachillerato, tuve que volver al que un día fue mi instituto para hacer algo de, llamémoslo, papeleo. Allí, tuve la suerte de encontrarme con Elías, el bibliotecario del centro, de quien ya he hablado más de una vez por estos lares. Él, que siempre está tratando de hacerme leer más y más, como si no existiesen más preocupaciones en el mundo, me dijo que cogiese un par de libros de la biblioteca y que me los llevase a casa para leérmelos a mi ritmo, sin prisa. Nadie echaría de menos dos libros cualesquiera, así que podía estar tranquilo y tomarme todo el tiempo del mundo para ventilármelos.

Fue entonces cuando lo vi. Mientras recorría con la mirada los muchos estantes llenos de libros, por alguna razón, uno de ellos captó mi atención. El libro tenía la misma apariencia externa que los que había alrededor —un lomo de color liso y letras de molde violetas—, pero ése destacaba entre todos. El título me era muy familiar, hasta el punto de que sabía perfectamente de qué se trataba, pero, aun así, nunca había reparado en él hasta entonces. Comprobé que al nombre le faltaba una U, pero son cosas de nuestro idioma. Cogí aquel tomo blancuzco de Migel Strogoff y lo saqué de la estantería donde descansaba.

Portada de Migel Strogoff.
La verdad, no sé por qué elegí ese libro si hasta entonces nunca había sentido interés por leerlo. Tengo un cómic en casa en español que narra la historia de Miguel Strogoff (de ahí que me sonase tanto el título), pero cuando lo traté de leer de pequeño, me aburrió soberanamente y lo dejé apartado para siempre. Sin embargo, unos diez años después, aquel nombre volvió a mi vida y decidí darle una nueva oportunidad casi por obligación. También cogí otro libro de entre los recién devueltos a la biblioteca, una novela de Agatha Christie: El caso de los anónimos.

Cuando saqué un rato para leer (varios días después, todo sea dicho), he de decir que me lancé primero a por Migel Strogoff. Quería practicar mi euskera, y se me ocurrió que ésa era una buena oportunidad para hacerlo. Sin embargo, pronto quedé desencantado: la traducción me pareció horrible, confusa y nada agradable de leer. Leí el primer capítulo y, de nuevo, volví a dejar al pobre Strogoff aparcado en la estantería.

Leí, leí y leí. De todo, salvo el libro que tan misteriosamente me había atraído en un principio. Digamos que le cogí algo de respeto, o que lo juzgué muy mal y muy rápidamente. De cualquier forma, veía el libro a diario en la balda de mi cuarto, juzgándome, pero me negaba a tocarlo siquiera. Me estanqué en la idea de que la traducción era mala y que “ya lo leería en español más adelante”. Pero, en el fondo, eran simples excusas. Me decía eso, pero me negaba a devolverlo sin haberlo leído. Y, en ese estado de duda, las semanas y los meses fueron pasando sin piedad.

Pero, llegado el momento y por motivos que no vienen al caso, decidí agarrar al toro por los cuernos y dejar de postergar el enfrentamiento final. Ya estaba bien, caray. Un vasco de verdad debe enfrentarse a su idioma con arrojo, valentía, bravura y un par de… eso. Y, entonces, mientras releía el primer capítulo, me empezó a parecer de que lo había juzgado mal.

El problema, y lo acepto, fue totalmente mío. Por alguna razón (¿cansancio, quizás?), la primera vez que me planté delante del libro fui totalmente incapaz de encontrarle la coherencia al texto: las frases me parecían mal construidas y el vocabulario me resultaba ridículamente confuso. No sabría explicarlo, pero leer aquello se me antojó grotescamente complicado. La segunda vez, sin embargo, al margen de que tuviese que usar el diccionario en un par de ocasiones a causa del vocabulario técnico del que la novela hacía gala, pude leer cómodamente y de corrido. Tan de corrido, que el primer capítulo me dejó con ganas de más, dado que en él no se cuenta prácticamente nada a lo que uno pueda sacarle auténtico jugo.

La historia se sitúa en Rusia. El zar de dicho país, durante una elegante fiesta, descubre de boca de sus subordinados que un mercader llamado Ivan Ogareff, antiguo militar ahora exiliado, planea atacar Irkutsk con todo un ejército de rebeldes y destruir a Duke Handi (Gran Duque), el hermano del zar y autor directo de su destierro. Para ello, Ogareff pretende ganarse la confianza de Duke Handi, conseguir un puesto a su lado y, llegado el momento, traicionarle, darle muerte y tomar la ciudad por la fuerza. El zar trata de avisar a su hermano por medio del telégrafo, pero los rebeldes han cortado las comunicaciones con Irkutsk y es imposible contactar con él a distancia.

Preocupado por el destino de su hermano y el de toda su patria, el zar decide mandar a un mensajero de incógnito desde Moscú a través de toda Siberia, que deberá recorrer una enorme distancia sin ser descubierto en ningún momento. El elegido para cumplir esta tarea no es otro que Migel Strogoff, un mensajero que ya ha demostrado en varias ocasiones que es absolutamente fiable. Armado con poco más que una nueva identidad con la que evitar ser descubierto, algunas provisiones y una carta que entregarle al hermano del zar, Migel se adentrará en territorio enemigo y luchará contra la naturaleza y los rebeldes en pos de salvar su amada patria.

Por el camino se topará con una joven livoniana llamada Nadia Fedor, a la que pronto acabará estrechamente ligado por el destino y por un conveniente lazo fraternal. Nadia también se dirige a Irkutsk, donde su padre se halla refugiado. Tras ser salvada por Migel de quedar atrapada en Nijni-Novgorod por culpa de una orden del gobernador, la joven decide que seguirá a su nuevo hermano allá a donde vaya hasta el momento en el que sus caminos tengan que separarse.

La acción en Migel Strogoff se narra en tercera persona y siempre desde el punto de vista de alguno de sus personajes principales; por lo tanto, el lector sólo llega a saber aquello que los propios protagonistas de la novela descubren. Por eso, si hay algo curioso acerca de esta obra de Jules Verne (Julio Verne para los amigos), es el modo en el que en lector asimila las noticias acerca de cómo se desarrolla la guerra al margen de lo que les sucede a Migel y a Nadia. Desde el mismo comienzo de la historia, dos periodistas extranjeros, uno francés y el otro inglés (Alcides Jolivet y Enrique Blount, respectivamente), quienes parecen saber mucho más de la guerra que ninguna otra persona por allí, le dan a conocer al lector sus más recientes descubrimientos a base de discutir entre ellos acerca de qué demonios es lo que está sucediendo a lo largo y ancho de ese país en decadencia.

A pesar de su antigüedad, y teniendo en cuenta los precedentes de la época, Migel Strogoff es una novela de ritmo ágil, parca en descripciones inútiles que no harían más que engordar el libro para que fuera más difícil llevarlo en el bolsillo. A menudo se dan descripciones amplias del paisaje cuando los propios protagonistas se paran a admirarlo, pero, en términos generales, tanto los escenarios como los personajes son representados en pocas palabras; las justas y necesarias para que sepamos qué aspecto tienen y podamos situarnos mínimamente (y, a su vez, podamos crear una imagen mental de todo el conjunto que no esté demasiado definida desde un principio, lo cual siempre me ha encantado hacer). A pesar de todo, Verne da descripciones detalladas y precisas de las escenas de acción, describiendo cada movimiento y reacción de los personajes de un modo sencillo pero lo suficientemente explícito como para sumergirnos de lleno en la tensión del momento.

La historia que se narra en la novela es interesante, pero algo confusa. Bien por el hecho de que los nombres extranjeros de los personajes y los lugares se nos hacen increíblemente raros y llega a costar distinguirlos, o bien porque se puede llegar a perder la pista a dónde está Migel debido a los grandes saltos espaciales que se dan de golpe en la obra (en los que los protagonistas, por ejemplo, cruzan kilómetros y kilómetros de desierto en apenas dos líneas de texto), hay veces en las que es complicado saber exactamente qué está ocurriendo y puede que llegue a ser necesario dar marcha atrás y releer alguna página anterior para tratar de volver a situarse en la acción. Alguien con una capacidad de concentración y memoria mejores que las mías debería tenerlo más fácil, todo sea dicho, pero tengamos en cuenta que esto es una opinión personal y que se debe ajustar a mis limitaciones naturales.

La novela está dividida en dos partes. La primera, “Tsarraren mandataria” (El mensajero del zar), describe los acontecimientos sociales y políticos que dan pie a la novela, presenta a los personajes y cuenta la primera parte del viaje de Migel y Nadia por Rusia. Se describe la mayoría de su recorrido, se dan a conocer los sistemas de transporte que se pueden encontrar en el país y se plantea la situación global. A pesar de constituir la mitad del libro, se trata más de una lucha por avanzar sanos y salvos por el inhóspito territorio ruso que de acción pura y dura en sí: los enemigos son el propio clima, los obstáculos geográficos, las prohibiciones o la falta de transporte disponible. A pesar de todo, se comienza ya a hablar de los problemas a los que Migel tendrá que hacer frente más adelante, tales como tener que ignorar a su madre y fingir que no la conoce para poder cumplir su misión sin ponerla a ella en peligro.

En la segunda parte del libro es cuando vemos la auténtica acción y el drama de la historia. Titulada “Traidorearen zigorra” (El castigo del traidor), comienza con la captura de Migel por parte de sus enemigos y, a partir de entonces, narra cómo, a pesar de las torturas, las amenazas y todos los enemigos a los que se enfrenta, el mensajero sigue luchando a capa y espada para cumplir la misión que el zar le encomendó, aunque le cueste la vida misma. Lo que antes era un viaje se convierte en una lucha por la supervivencia: se muestra que Migel, a pesar de ser un hombre bizarro e inteligente, sigue siendo una persona, y no está carente de sentimientos o dolor. Se muestra el lado más humano del protagonista, alejándose del aspecto, digamos, “frío y calculador” que se muestra durante la primera parte de la novela. Y, a pesar de todo, sigue demostrando que, sean cuales sean las adversidades a las que tenga que hacer frente, Migel siempre encuentra el modo de salir airoso de cualquier situación peliaguda a base de inteligencia, astucia y, por qué no decirlo, algo de ayuda divina.

Si bien servidor es lerdo de nacimiento y no capta las indirectas ni siquiera cuando se estrellan contra su cara o le patean el estómago, Migel Strogoff es un libro que inspira más de lo que pretende decir. La historia y sus personajes nos inculcan que aquéllos que son leales a los suyos, que defienden a los débiles y persiguen incondicionalmente sus metas, siempre contarán con el apoyo y la gracia de los dioses y del destino: toda una lección vital que, si bien a día de hoy suena fantasiosa, podría venirle bien a más de uno para sacar fuerzas de flaqueza y no desesperar por cruda que sea la situación por la que esté pasando. Si bien más de uno lo llamaría “apología de la religión” y lo criticaría sin pararse siquiera a analizarlo en profundidad, yo pienso que es un modo como cualquier otro de representar que el que persigue sus metas verá siempre recompensados sus esfuerzos, ya sea por una fuerza mística, por la vida misma o, yo qué sé, por el Olentzero el día de Navidad. Aquí cada uno que adore a quien quiera, oye.

Al mismo tiempo, y como complemento al patrón de que “el que lucha por el bien siempre gana”, la novela muestra una serie de antagonistas orgullosos de su poder, tiránicos, que disfrutan haciendo sufrir a Migel y a sus seres queridos y se regocijan en su éxito. Y, a pesar de su terrible ventaja con respecto a los héroes, por supuesto, acaban perdiendo la guerra y, en ocasiones, incluso la vida, debido, sobre todo, a su exceso de confianza y a su afán de dañar a otros para cumplir sus despiadados propósitos: una referencia más a la ideología de que los malhechores y asesinos reciben siempre su justo castigo. Son esta clase de modelos los que los autores modernos parecen tratar de evitar para “revolucionar la industria”, pero, seamos sinceros: el único malo maloso que queremos que gane algún día es el Team Rocket, que los pobres diablos ya dan penita.

Otro punto interesante es la presencia de Alcides Jolivet y Enrique Blount, los periodistas extranjeros. Aunque su presencia en la obra comienza siendo puramente informativa, como quien te lee el periódico por las mañanas, poco a poco, van convirtiéndose en una parte más importante de la propia trama. Pero a nadie le interesa eso. Lo mejor acerca de esta pareja de reporteros dicharacheros es, sin duda, su rivalidad. Lo que podría ser un simple intercambio de ideas entre dos profesionales se convierte en auténticas peleas entre críos por ver quién es mejor, lo que añade un punto humorístico a la obra para aligerar tanta carga dramática. No voy a decir que sean los mejores chistes que leeréis jamás, pero sus conversaciones y reacciones son capaces de arrancar una carcajada al lector, sobre todo porque resultan como un oasis en mitad del desierto.

Para acabar, permitidme hablar de la edición del libro que yo he tenido en mis manos. Como creo que ya ha quedado claro, he leído este libro en euskera. Pertenece a una colección llamada Klasikoen Kutxa (“El Cofre de los Clásicos”), de la editorial Elkarlanean, la cual, por lo que parece, bien desapareció hace tiempo o bien cambió de nombre. A pesar de todo, si hubiera algún interesado, parece ser que aún es posible hacerse con esta edición de la novela si se pide en alguna librería, así que no desesperéis e intentadlo, al menos. Por lo que he podido saber, Klasikoen Kutxa es (o era) una colección que incluye obras antiguas pero atemporales, que siguen siendo modélicas e inspiradoras aún a día de hoy; entre otras, podía encontrarse Opor Eleberria (Un Cuento de Navidad), de Charles Dickens, o Piraten Historiak, un libro que, como su propio nombre indica, recopila varias historias de piratas de varios autores, y el cual ya mencioné hace tiempo, pero no me gustó ni la mitad que Migel Strogoff, la verdad.

En sí, la edición es muy simple. Es de tapas blandas y la única ilustración que hay es la que se ve en la portada, que aparece ocupando toda una página como título del libro. Además de eso, incluye una pequeña introducción de unas cinco páginas a la novela y al autor, para que sepamos algo más acerca del tema; sin embargo, más que ponernos en el contexto histórico de la historia, nos hace un pequeño resumen para que, antes de empezar a leer, ya sepamos por dónde irán los tiros. Interesante, pero para nada imprescindible. De hecho, yo no la leí hasta haber terminado el libro, y sólo fue por pura curiosidad y por tratar de alargar la lectura unas páginas más. Avaricia pura, vaya, pero es un bonito detalle. Lo único que le puedo achacar a esta edición del libro es que tiene alguna falta de ortografía o error de tecleo por ahí suelto, lo cual, en euskera, es bastante más peligroso de lo que podría resultar en español.

La ilustración que honra el comienzo de la novela.
En definitiva, Migel Strogoff  es un libro interesante a muchos niveles. No sólo es una novela clásica de aventuras, sino que presenta geniales escenas de acción, subtramas emocionales, maternofiliales y políticas y tiene un modo muy peculiar de contar los acontecimientos. Aunque puede ser confusa, demasiado rápida o hasta pesada en ciertas ocasiones, en términos generales, nos encontramos ante una gran obra, divertida, agradable de leer y llena de sorpresas, sobre todo una vez pasada la mitad del libro. Un ejemplo perfecto de que, a veces, es bueno echar la vista atrás y ver cómo nuestros abuelos veían la literatura. Que no todo es Harry Potter.

Y ahora, si me disculpáis, me da la impresión de que tengo un cómic que leer. A vuestra salud, como siempre.

Ficha técnica:
Título: Migel Strogoff (Michael Strogoff)
Año: 1876
Autor: Jules Verne
Traducción: Joan Amenabar
Editorial: Elkarlanean
Colección: Klasikoen Kutxa
Idioma: Euskera
Idioma original: Francés
ISBN: 84-8331-393-6

Lo mejor:
-Migel Strogoff en sí: todo un modelo de coraje, patriotismo, responsabilidad y bondad. Un personaje extraordinario en muchos sentidos.
-Alcides Jolivet y Enrique Blount y su desarrollo a lo largo de la historia.
-Las escenas de acción y cómo están descritas.
-Los momentos emotivos y trágicos entre Migel y su madre.
Lo peor:
-Puede llegar a ser complicado de seguir en ciertos momentos.
-La edición en euskera, aunque buena en términos de traducción, tiene más de una errata entre sus páginas.
-Que te eche para atrás y no le des una oportunidad por ser un libro “antiguo”.

Nota: 9

4 comentarios:

  1. Pues me entran ganas de leerlo, la verdad. Tiene muy buena pinta [Sobre todo por la parte de los piques de los periodistas, para qué te voy a engañar].

    Así que nada, si ves que no vuelvo a Twitter, será porque habré encontrado el libro y estaré atrapado en él. QUE PESE EN TU CONCIENCIA.

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    1. No hay tantos piques como creo que ahora te esperas, pero harías bien en leerlo de cualquier modo xD

      Yo he estado 4 días sin dar señales de vida en Twitter y nadie me ha echado de menos. Espero que tú tengas mejor suerte.

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  2. Suena interesante, la verdad :3 Aunque desde luego no me lo leería en euskera, no sé ni decir buenos días :V Le doy un :+fav: a tu entrada porque mola cómo narras~

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    1. Obviamente xD Tú te lo podrías leer en catalán, por darle más uso todavía a ese idioma vuestro. Y sí, la verdad es que el libro mola mucho; a mí me ha sorprendido lo mucho que me ha gustado :3 Ooh, qué cosas más rebonicas me dices, Moni. Gracias~

      (Buenos días se dice "egun on". A mí me gusta decir "egun on Jainkoak", que gramaticalmente suena raro pero está aceptado, y quiere decir "buenos días nos dé Dios". Hale, para que digas que no te enseño nada.)

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